Caperucita Roja

Mi fascinación por este cuento se remonta a la lectura que hice, cuando aún no habría cumplido veinte años, del Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bettelheim. Revisé entonces las versiones de Perrault y de los Grimm, fantaseando con la idea de reinterpretar una fábula plagada de zonas oscuras.

Como idea fuerza acabó entrecruzándose con otras que plasmé en el primer guion, insertada en un espacio imaginado durante mi adolescencia, en un expreso nocturno a Madrid mientras atravesaba Despeñaperros, y alimentada convenientemente con grandes dosis del Wish You Were Here de Pink Floyd.

Finalmente encontré el significado que pretendía darle al mito de Caperucita: la inocencia que representa su figura, rebautizada como Carmencita, frente a la maldad que la envuelve. Esta maldad explicaba a su vez la injustificable situación de la abuela en el cuento. ¿Qué motivo obligaba a una anciana a vivir sola en medio del bosque, asistida únicamente por la nieta?

El pintor Wolfgang (sin relación alguna con Mozart) es textualmente el lobo que se acerca, y aunque parece ejercer dicho papel en el atestado, en el fondo no es más que otra víctima desesperada de la verdadera manada de lobos, esos siniestros cazadores-sicarios encarnados en los gemelos. Su fechoría deberá ocultarse tras las sotanas de su propio hermano a instancias del monstruo que los engendró, un cobarde impostor que solo emplea el lenguaje de la violencia.
 

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